¿El corazón como órgano del amor? Del mito a la realidad
- Jose Hoover Vanegas
- 5 abr 2022
- 3 Min. de lectura
Jorge Eduardo Duque Parra
John Barco Ríos
Jose Hoover Vanegas García
La existencia de ideas tradicionales durante siglos no garantiza su veracidad. B. Spinoza

CONCEPTO CARDIOCÉNTRICO SOBRE EL AMOR EN LA ANTIGÜEDAD
Desde hace mucho tiempo el ser humano ha utilizado distintas expresiones para proponer el origen de sus sentimientos, involucrando uno de sus órganos corporales como eje central y receptáculo de sus manifestaciones afectivas: el corazón. Una de esas expresiones refiere que para la mayoría de los antiguos médicos egipcios –entre 3,000 y 2,500 a.n.e– el corazón era el lugar de asiento del conocimiento, que su declinar se atribuía a la coagulación de la sangre en las cavidades cardíacas
(Duque Parra, 2002). En esta cultura se le daba al corazón gran importancia, no lo extraían del cuerpo del faraón, porque consideraban que era esencial para él en su forma futura; en cambio, el cerebro era extraído y desechado con finas herramientas que abordaban el interior del cráneo (López-Rosetti, 2007). Ellos pensaban que el corazón era el lugar y fuente de nuestros pensamientos y sentimientos, por lo que creían que su dios Anubis, podía examinar el corazón durante una ceremonia y al ser pesado podía ser consumido por el demonio Ammit (Loukas et al., 2016). Por tanto, en el antiguo Egipto se tenía una visión cardiocéntrica vinculada con los sentimientos.
En la antigua cultura griega el corazón era considerado de manera similar, como la casa del alma,
el centro de la mente, de la lógica y del pensamiento (Mavrodi y Paraskevas, 2014).
Uno de los abanderados de estas ideas fue el filósofo Aristóteles (384-322 a.n.e), que compartió
esas ideas egipcias y, en relación al cerebro, lo describió como una víscera quieta, fría y sin sangre, con
la restringida función de segregar un fluido reductor del calor generado en el corazón (Canguilhem,
1997), designándolo como el centro de la mente, suponiendo que las personas de baja sensibilidad
tenían un corazón pequeño y duro, mientras que las generosas uno grande y blando (Mora, 2004)
(Figura 1).
Él, interesado en investigar la sensibilidad del cerebro, probó la reacción que provocaba en los animales al tocarlo directamente y no vio respuesta alguna, lo cortó y tampoco vio que sangrara, por
lo que concluyó que este componente encefálico es insensible y le negó toda participación en la actividad mental y en lo afectivo, declarando al corazón como el asiento de las sensaciones, contradiciendo a su maestro Platón (427-347 a.n.e), quien sin pruebas experimentales propias se había inclinado a considerar al cerebro como el órgano de la ideación. Previamente a estos filósofos, Alcmeón
de Crotona (500-450 a.n.e) se opuso a esas creencias, de que era el corazón el determinante principal
de la conducta y la actividad mental, mientras que la mayoría de sus contemporáneos situaba
las sensaciones en el corazón (Chorover, 1985).
Posteriormente, en contraposición de la creencia general y de acuerdo con Alcemón, el médico
Galeno de Pérgamo (129-200) estaba convencido de que el cerebro era el órgano responsable de generar pensamientos y representar las sensaciones (Tomasello y Germano, 2009), aspecto antagónico
a las notas del emperador romano Nerón (37-68) en las que se indica:
El gran problema para todo hombre es, en efecto,
el de buscar, con el máximo de probidad
espiritual, cuál es la ley moral que lo gobierna, y,
descubierta esta ley, practicarla con todo el valor
de su corazón... En los pliegues más recónditos
del corazón humano es donde debemos buscar
las razones de este odio que no se vio desarmado
por la victoria (San Ybars, 1945).
Vínculos similares sobre el corazón se anotan en la epopeya latina La Eneida, escrita por Publio
Virgilio Marón (70 a.n.e-19) allí aparece: “El niño después de colgarse al cuello de Eneas, inundando
de ternura el corazón de su supuesto padre” (Virgilio, 1994). Similarmente, el emperador y filósofo
Marco Aurelio Antonino Augusto (121-180) escribió:
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